El Vigilante
Dentro de mi repertorio de sueños sobre el fin del mundo, el que sirve de anécdota a este cuento es uno de mis preferidos. Lo publiqué aquí en el blog el año pasado, pero en julio de este año lo quité para transformarlo en cuento y enviarlo a un concurso. No gané, así que lo traigo de vuelta, más crecidito, pero con la foto original.
El
Vigilante
Cuando
era adolescente solía soñar con el fin del mundo. La pesadilla
ocurría en un momento semejante al atardecer. Yo aparecía a
caballo, entre mis hermanos, empuñando estandartes y lanzando gritos
de guerra en una llanura semidesértica. Detrás de nosotros
cabalgaba un ejército de linajes aliados. No podía verlos pero
percibía su fuerza empujándonos hacia el choque, escuchaba el
galope de los caballos, el impacto de las armaduras. Al frente, sin
atreverme a levantar la mirada a través del visillo del casco,
intuía la horda enemiga: guerreros acéfalos montados en bestias,
sometiendo el camino bajo sus patas. El sol teñía de púrpura las
sombras. Observaba a mis hermanos de reojo, con el miedo y la alegría
de los que van juntos hacia la muerte. En el instante previo al
choque con el enemigo, en ese precioso segundo donde se pliega la
realidad, el horizonte se tragaba el sol y un zumbido congelaba el
tiempo. En los poros de mi cara vibraban las partículas de polvo
excitadas por la hoz de la nada cortando el aire. Entonces
despertaba.
Durante
años se repitió la pesadilla, dos y tres veces en la misma noche,
como si fuera un cine con funciones de permanencia voluntaria; el
mismo argumento con pequeñas variaciones. Los pasajes de aquel
apocalipsis onírico envejecieron en el sótano de mi inconsciente.
Iban perdiendo fuerza con el tiempo, pero se aferraban igual que las
imágenes a las viejas cintas de celuloide.
Hoy
hubiera querido que mi pesadilla fuera real. Lo que nos ha pasado no
es, ni por asomo, la peor de sus versiones. Comenzó hace unos quince
años, cuando el gobierno destinó casi todo del dinero de los
ciudadanos para montar el PSV, Proyecto Supremo de Vigilancia. Se
pensaba que al monitorear cada una de nuestras acciones, el estado se
ahorraría dinero, energía y, sobre todo, sangre en mantener el
orden y “garantizar el bien de todos”. Se instalaron cámaras en
cada esquina, en cada corredor, en cada espacio de reunión. Había
micrófonos y detectores infrarrojos en las aristas de los edificios.
Fuimos obligados a portar el carnet de identidad universal en un
lugar visible, transitar sin él equivalía a convertirse en un
criminal. El PSV resultó tan costoso que pronto se dejó de invertir
en urbanización. No más parques ni edificios, no más obras
públicas. Escuelas, hospitales, comunidades enteras comenzaron a
funcionar de manera precaria. Todo escaseaba, la comida, el agua, el
combustible. Todo, menos la electricidad. Fue entonces que se anunció
el gran eclipse. El estado implementó la segunda fase del PSV, que
en apariencia no era más que un censo. En un solo día, los
misioneros vigilantes recorrieron el país de punta a punta, contaron
a la gente, registraron las casas y se aseguraron de que en cada
habitación hubiera, al menos, un foco y dos tomas de corriente.
Después de hacernos las preguntas de rutina, sacaron una pistola
como la que se usaba para aplicar vacunas, e instalaron detrás de
nuestra oreja un chip que, a decir del gobierno, facilitaría la
administración de los servicios de salud y la ubicación de las
personas en caso de desastre. Quizás por encontrarnos en el sur del
continente, el daño fue menos agresivo, pero el colapso global de
los sistemas resultó irreversible. Quedamos aislados unos de otros.
La tierra ya no fue la misma, permanecimos sumidos en una suerte de
penumbra, apartados del Sol por una capa de nubes tan espesa que
apenas podíamos distinguir el paso de los días. Vivíamos en un
anochecer plomizo, iluminados permanentemente por la luz que venía
de las farolas de la calle. El suministro de agua y electricidad a
particulares estaba racionado, cada barrio tenía una hora de
corriente al día, a veces menos.
Hubo
gente que no vivió para contarlo. Tal vez fue lo mejor que pudo
haberles ocurrido. Los que sobrevivimos no podíamos salir del país
ni alejarnos de la ciudad. Con los cambios en la atmósfera la
escasez creció, se dieron saqueos, revueltas, intentos de guerra
civil. Entonces el gobierno puso en marcha la tercera fase del PSV.
Primero fuimos despojados del derecho a reunirnos. Los camiones que
repartían alimentos cada quince días dejaron de venir. Y el
Vigilante entró en acción. Nadie sabía exactamente dónde estaba o
cómo operaba, sólo percibíamos sus efectos, su presencia ubicua.
Su ojo intangible no sólo nos observaba sino que era capaz de
escuchar nuestro diálogo interior. Era una suerte de cerebro
metatecnológico, un dios monádico que viajaba en la luz eléctrica
y se fortalecía cada vez que alguien tenía un pensamiento-palabra
de esperanza. El chip que nos habían instalado detrás de la oreja
transmitía nuestros impulsos nerviosos al Vigilante, él los
clasificaba y después los convertía en energía o en arma letal,
según le conviniera. A los días de hambre y miedo se sumaron las
muertes absurdas. Los primeros fueron los niños y sus madres. Yo
había perdido a toda mi familia en la inundación después del
eclipse. Sólo quedábamos mi hermano y yo. Él era mi protector,
quizás por eso el Vigilante lo aniquiló frente a mis ojos. Después
de su muerte, ya no necesitaba sentir esperanza alguna. La verdad, no
sé qué me mantenía aferrada a la vida.
Cuando
se entibiaba el viento y reunía algo de coraje, salía a la calle a
buscar a mis semejantes; habíamos comprendido que al recitar
manuales para reparar motores, series matemáticas, diálogos
absurdos o viejos instructivos aprendidos de memoria, podíamos
distraer al Vigilante e impedir que se alimentara de nuestros
anhelos. Huérfana de esperanza rastreaba un indicio de complicidad
en el rostro de los pocos transeúntes, lo que fuera para no sentirme
sola. Los sitios de reunión habían sido clausurados, así que me
conformaba con una mirada furtiva, un roce de manos al pasar, un
gesto. Se decía que existían locales clandestinos que burlaban al
Vigilante. Que estaban en el viejo puerto, adentro de los edificios
que habían sido abandonados por carecer de instalaciones eléctricas
o canales de fibra óptica. Yo nunca había podido comprobar su
existencia, hasta ayer. Tenía que salir a buscar comida, mis
reservas estaban al límite. Abrí la caja de latón que guardaba
bajo la cama. Ahí estaban mis últimos vínculos con la vida. Dejé
el anillo de mi madre para una emergencia, por la foto de familia no
me darían nada, así que tomé el perfume de mi hermana y partí
hacia el mercado negro. A cambio, obtuve dos latas de habas. Cuando
estaba a punto de abandonar la zona limítrofe del puerto, vi que se
abrió la puerta de un edificio. Una luz ambarina se depositó como
bruma sobre el pavimento. Era una luz débil y cálida, no podía
venir de una fuente de electricidad. Para ocultar mi sorpresa del
Vigilante, me esforcé en recitar una serie numérica compleja.
Caminé hacia la puerta y antes de que se cerrara, entré al lugar.
Adiviné en el muro del pasillo algunas sombras humanas sugeridas por
un conjunto de velas colocadas en el suelo. Avancé hasta el final
del corredor y al doblar, encontré una fila de personas de distintas edades, todos susurrando letanías incongruentes. Aún estábamos
muy cerca del muro exterior. Al fondo habían unas escaleras. No sé
porqué pero corrí hacia ellas. Sabía que nadie reclamaría nada,
de hacerlo nos pondrían en riesgo de ser detectados por el
Vigilante. Subí los escalones de dos en dos. Llegué a un cuarto
piso, quería saber a dónde llevaba la fila y por qué estaba esa
gente ahí. No había luz eléctrica, sólo algunas velas en las
esquinas de los descansos. Conforme avanzaba, las instrucciones y las
series numéricas iban dando paso a canciones tontas, pero con cierta
articulación. Hasta que llegué al séptimo piso. Algunas personas
hablaban consigo mismas o en susurros, entre ellas. Cuando escuché a
alguien rezar un padrenuestro, supe que había llegado a un lugar
seguro, un punto ciego para el Vigilante. Me dejé caer en el último
peldaño. Por primera vez en veintitrés meses, tuve el valor de
llorar un poco, ahogando el sonido en el ángulo del brazo.
El
primero de la fila, un hombre de unos 60 años, me miraba con
compasión. Ya no quedaba mucha gente de su edad entre nosotros, era
un sobreviviente. Me limpié los ojos y la nariz con la manga raída
del abrigo y a señas le pregunté "qué buscan”. El hombre
sonrió y su gesto se convirtió en una caricia en mi pecho, un calor
que me devolvió un poco de la dignidad perdida. Hacía mucho tiempo
que nadie me hacía sentir que estaba viva, que no era una fuente de
energía o una amenaza para el PSV, sino una persona. Apuntó con la
mirada el fondo del pasillo. Había una puerta. Vi al viejo como
preguntándole si podía acercarme. Asintió y con la mano hizo una
seña: mantén la calma, despacio. Gateé hasta la mitad del pasillo
y volví el rostro. El hombre hizo una carcajada muda y me indicó
que podía ir caminando. Cuando me levanté y di los primeros pasos,
sentí un olor a comida, comida de verdad, pero pensé que mi emoción
me estaría traicionando, que mi deseo era tan grande que se
anticipaba a la posibilidad de su existencia. Apreté el paso y creí
escuchar una risa contenida. Se abrió la puerta, de la penumbra
surgió la silueta de un par de mujeres. La más alta cerraba una
segunda puerta detrás de ellas. Me hicieron seña para que me
acercara y avanzaron. Al cruzarme con las mujeres pude distinguir en
su cara ese rubor que pinta las mejillas después de comer y reír.
También después de hacer el amor. El deseo estaba traicionándome
una vez más. Pero el aroma...
Atravesé
el primer quicio y cerré la puerta detrás de mí. A un paso de
distancia estaba la otra entrada. Me quedé un instante paralizada en
ese cubo de un metro cuadrado. Por debajo de cada puerta, un hilo de
luz, dos líneas fronterizas que dividían dos mundos. Y yo estaba en
un limbo, sostenida por el olor de una promesa. Y de un murmullo, una
vibración que venía del otro lado, esa energía que en otro tiempo
pasaba por alto, hasta que dejó de estar; en su sitio se había
instalado la maquinaria de las presencias forzadas a ignorarse. No
era algo que pudiese distinguir con los sentidos, era algo que
ocurría dentro de mi cuerpo, como si la corriente eléctrica que
alimentaba al Vigilante cambiara su curso y despertara a mis células
de un letargo. Acerqué la mano al picaporte y al tocar el metal
produje una chispa. Permanecí un segundo congelada, oscilando entre
el terror y la sorpresa. Finalmente abrí la puerta. Me encontré con
un remanso de humanidad de quince metros cuadrados. Había gente
sentada, comiendo, hablando del pasado y del futuro sin temor a que
le succionaran el alma a través de un poste de luz. Una matrona de
unos 50 años, otra sobreviviente, me indicó que avanzara al fondo
del salón, que me sentara en una de las sillas libres. Caminé
embriagada por el barullo, seducida en lo más profundo por ese aroma
que antes se había desprendido del abrigo de las mujeres: el olor de
lo gregario. La matrona se aproximó bandeja en mano: “¿Lentejas o
lentejas?”. Soltó una carcajada mientras ponía el plato y la
cuchara sobre la mesa. Le agradecí con una tímida reverencia, pero
el hombre a mi lado, un barbón de ojos amables, me dio un codazo y
en tono paternal me reprendió: “Cómo se dice”. Respondí
¡Gracias! con todas mis ganas. Luego miré el plato de lentejas, la
espiral de vapor que subía hacia mi rostro. Por primera vez desde
que había sido aniquilado por el Vigilante, pude recordar a mi
hermano sin temor. "Ismael odiaba las lentejas", dije en
voz alta. El señor de barba me dio un pañuelo para limpiarme las
lágrimas y me miró fijamente. Nos reconocimos: era Mateo, un amigo
de la familia al que no veía desde la adolescencia. Me abrazó, me
consoló y para hacerme sonreír, dijo: “Ese Ismael era un mañoso,
ni así se hubiera comido las lentejas”.
No
recuerdo muy bien qué fue lo que conversamos en adelante. Apenas fue
ayer pero siento como si se tratara de una borrachera que hubiese
durado días. Al terminar de comer, Mateo pagó mi comida y la suya
con un pequeño tarro de mermelada. Cuando cerramos la puerta del
comedor, justo en el pasaje límbico que nos devolvía al mundo real,
me tomó firmemente por los hombros y murmuró: “Más nos vale
quedarnos juntos, ya encontraremos la manera de comunicarnos y
escapar”. Yo asentí sin pensarlo, sentirme esperanzada era lo más
parecido a una droga. Para esquivar el control del Vigilante, salimos
del edificio recitando instructivos. Dejamos atrás el puerto y
fuimos internándonos hacia el centro. Mientras repasaba las
cláusulas de garantía de una pantalla de plasma, me llevé la manga
a la nariz para atrapar los últimos restos del olor a lentejas.
Cerré los ojos y me dejé guiar por el sonido de los pasos de Mateo,
que caminaba delante de mí. Un ruido ensordecedor me sacó del
trance. Los altavoces instalados en los edificios comenzaron a
escupir alarmas, como anunciando un bombardeo. Mateo se volvió y me
tomó de la mano: “Cuenta y no pares de correr”. Mientras
avanzábamos vimos a decenas de personas salir de sus casas pidiendo
auxilio. En su lamento olvidaban que el Vigilante identificaba como
“resistencia” cualquier petición de ayuda, y eso bastaba para
ser exterminado. A los pocos segundos aparecieron en el cielo los
Centinelas sobrevolando las calles, lanzando sus conos de luz encima
de la gente, succionándoles todo intento de supervivencia. El
Vigilante estaba aprovechando la falla técnica para aniquilar
masivamente; la ciudad se convirtió en un despliegue de destellos
que absorbían el alma de las personas, fortaleciendo al Vigilante de
manera exponencial en cuestión de segundos. Uno a uno veíamos caer como flores marchitas a los ancianos locos de soledad, a las mujeres resecas de aislamiento, a los pocos hombres que habían vencido la tentación de soñar
despiertos, a los escasos jóvenes que aprendieron a dejar de amar el
día en que se quedaron huérfanos. Eran tantas las vidas que se
esfumaban a un mismo tiempo que los focos, las farolas y los
transformadores comenzaron a explotar. Los Centinelas caían sobre
las calles, sus aspas cortaban postes y ventanas, y luego estallaban
en miles de chispas que no producían fuego. El programa de
vigilancia se colapsaba víctima de su propio asedio, como si este
dios tampoco supiera qué hacer con la vida de sus creaturas.
Mateo
y yo corríamos sin dejar de contar, tropezando con cadáveres y
escombros. Al llegar al 1297 nos detuvimos, habíamos llegado al
muelle. A nuestras espaldas se apagaba todo rastro de luz en la ciudad.
En uno de los embarcaderos vimos un destello, una lámpara de
kerosén. Había un grupo de personas subiendo a un bote lo
suficientemente grande para albergar a los que ahí llegamos. "Uno
dos tres cuatro cinco seis ocho... veintidós", me sorprendí
contándonos por costumbre. Mateo se volvió y me abrazó: “Se
terminó, no más números”. Nos acercamos al bote, los demás
sobrevivientes nos hicieron un espacio. Los más jóvenes tomamos los
remos y empezamos a movernos mar adentro. De nuestra ciudad no
quedaba sino la silueta de una mole extinguida.
Hemos
hecho turnos para remar, algunos conversan y otros sólo han llorado
o rezado por los que ya no están. Sé que todos sentimos un calor en
el pecho, un brote tímido de fe que comienza a manifestarse. Mateo
me ha puesto su abrigo en la espalda para darme algo de calor. Mi
cuerpo se mece con el movimiento del bote e intento quedarme dormida,
pero al escuchar el choque de los remos contra el agua, aparecen las
imágenes de aquel sueño de mi adolescencia. Abro los ojos anhelando
tener quince años y estar en casa de mis padres, pero sólo me
encuentro con el final de esta otra pesadilla. Miro a los que me
rodean, reconozco en ellos la incertidumbre y la alegría de los que
escapan de la muerte. No sabemos a dónde nos dirigimos pero no
parece preocuparnos. Al menos podremos pasar lo que nos queda de vida
conversando, esperanzados en que tal vez haya una tierra sin dioses
al otro lado del mar.
Comentarios
ecos
de
la
tarde
callada
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazón
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...
desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ
COMPARTIENDO ILUSION
PENSAMIENTO VISIBLE
CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesía...
ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE LABERINTO ROJO LEYENDAS DE PASIÓN, BAILANDO CON LOBOS, THE ARTIST, TITANIC SIÉNTEME DE CRIADAS Y SEÑORAS, FLOR DE PASCUA …
José
Ramón...