YA NO TE QUIERO

Hoy fui testigo de la cosa más extraña. Esta mañana, al salir de casa rumbo al metro, iba escupiendo mentadas invisibles en la cara de la gente, como siempre que necesito culpar a alguien de mi retraso. Dos cuadras antes de llegar a la estación, un grupo de personas impedía la circulación en la acera. Con permiso, llevo prisa qué no ve. Iba abriéndome paso entre chamarras y bolsas mojadas por la lluvia de la mañana. Una mano huesuda me detuvo del brazo: la que no ve es usted. Vieja igualada, pensé. Entonces movió la cabeza para señalar el obstáculo que nos detenía. Giré el rostro y una nube fétida me golpeó de pronto. Era una peste a basura, a orines, a cebo con fermento. Tragué saliva para luchar contra el asco que me subía por el esófago. La mano huesuda me liberó y avancé un poco para observar. Un vagabundo se movía en medio de un charco, temblaba y masticaba palabras en voz muy baja. Era uno de esos loquitos que andan por ahí provocando miedo con su máscara de mugre, con el pantalón hecho jirones, los zapatos despanzurrados y el cabello como un nido de ratones. Un policía parado junto a él se comunicaba por radio con la comandancia. Parece que el loquito se puso violento y lo quieren llevar a la delegación, dijo el vendedor de periódicos. Pobre hombre, pensé, nadie tiene el valor de levantarlo y todos lo dejan ahí, revolcándose en su mierda. Estaba por alejarme cuando algo llamó mi atención: los ojos del loquito estaban fijos en un papel blanco que sostenía con la mano llena de arrugas y costras. Con el índice de la otra mano regañaba al papel, lo condenaba con una expresión dolorosa. Algo le decía pero el ruido de la calle y el cuchicheo de la gente lo ensordecían todo. Me sentí atrapada y ridícula contemplando la escena. Volví a empujar a la gente y salí de ahí rumbo al metro.

Por la noche, de regreso a casa, pasé a la tienda de la esquina a comprar algo de cenar. Un cuernito y un café, por favor, ah, y una revista de aquellas. No, no, la de la derecha. Me senté bajo el toldo, en la banca de afuera, a tomar el café y a leer los chismes de la realeza española. “La duquesa de Oviedo nos presenta a su primogénito, bla, bla, bla”, qué feo vestido, nada interesante. Cambié de página y apareció el rostro bronceado del príncipe de Asturias en pantalón y camisa de lino blanquísimo, descalzo, sentado bajo una palmera a la orilla del Mediterráneo. “Nuestro querido príncipe confiesa su verdad: ya no la quiero”. Ya no te quiero, yo ya no te quiero… solté la revista de un golpe y me tiré el café encima. Maldita sea, murmuré, jodido estrés, ahora hasta oigo voces que cantan la desgracia del príncipe. Terminé de limpiarme la falda y cuando iba a retomar mi lectura escuché de nuevo el canto lejano y lastimero, Ya no te quiero, yo ya no te quiero… Alguien quiere jugarme una broma o qué, pensé. Un auto pasó y siguió de largo hasta perderse a lo lejos. Ya no te quiero, yo ya no te quiero… Escuché de nuevo la voz que se acercaba por algún lado que yo no alcanzaba a distinguir. No había nadie junto a mí y la acera estaba desierta. Miré al chico de la tienda, también leía una revista y traía audífonos. Ya no te quiero, yo ya no te quiero… La voz canturreaba lejana, pero lo suficientemente cerca para intuir que venía de la calle de atrás, a la vuelta de la esquina. Dejé la revista y lo que quedaba de mi cena en la banca, me puse de pie y caminé hasta que logré ver al juglar callejero. Una silueta descompuesta bajo la luz de los faroles se dirigía hacia donde yo estaba. Ya no te quiero, yo ya no te quiero… No alcanzaba a adivinar si era hombre o mujer, pues la voz era al mismo tiempo aguda y rasposa. Conforme se iba acercando, la figura se hizo nítida. Era un hombre con el pantalón hecho jirones y el saco arrevesado y la cabeza hecha un nido de ratones. No dudé, era el vagabundo de esta mañana. La luz del farol iluminó el papel blanco que aún llevaba en la mano: Ya no te quiero, yo ya no te quiero…, cantaba, mientras señalaba el papel con el dedo índice de la otra mano. El tufo de su cercanía me hizo reaccionar y tuve miedo. Me giré hacia el aparador de la tiendita y vi su reflejo pasar detrás de mí. Se detuvo frente a la banca y sin soltar al destinatario de su lamento, devoró mi cena. Tomó la revista y miró fijamente al príncipe de Asturias. Cruzaron dos palabras y el vagabundo asintió. Puso al príncipe en la banca con cuidado y se sentó junto a él. Cantó unos cuantos ya no te quieros y dejó el último a la mitad. Después tomó la revista con las dos manos y... ¡el papel! Giré un poco la cara y alcancé a ver de reojo el papel blanco diluyéndose en un charco junto a la banca. Aquellos hombres conversaron en silencio hasta que el vagabundo se puso de pie, arrojó la revista a la banca y mirando al cielo gritó con todo su cuerpo ¡Ya no la quiero! El chico de la tienda estaba tan asustado como yo. Algunas luces se encendieron en los edificios contiguos. Entonces el vagabundo se puso en marcha. Una sonrisa carcomida comenzaba a escapársele entre las costras de mugre de la cara. Se paró en la mitad de la calle, se quitó los zapatos y los anudó con las agujetas. Tomó uno de ellos y con su brazo de hélice los hizo girar. Con cada vuelta soltaba una risotada, otra, otra, otra, hasta que sus carcajadas llenaron de éxtasis la calle. De pronto los zapatos volaron libres en el aire como dos abejorros persiguiéndose rumbo al cielo, rebotaron con las ramas de un árbol y fueron a enredarse en el cable de la luz. El vagabundo, descalzo y rabioso de alegría, tragándose todas las estrellas de un bocado, contemplaba sus zapatos suspendidos en el cable. Así se quedó un momento hasta que las luces de un carro que se acercaba lo hicieron reaccionar. Se cubrió los ojos con el antebrazo y salió cojeando hacia el final de la calle, hasta perderse de vista. Sólo quedaron sus carcajadas en el aire, que poco a poco se diluyeron con el sonido de una sirena y las llantas de un auto que rechinaba en el pavimento.

DR © Luza Alvarado

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