FERMÍN



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El ciego Fermín toca el acordeón en el andador de una calle empedrada por donde nadie pasa. Hoy empezaron las lluvias y el viejo ni se movió de la pared. Lleva ahí pasmado veinte años. Todos en el pueblo sabemos de memoria la tonada, pero nadie reconoce la canción. Es de dolor, dicen, porque se le fue la visión cuando la Ruth lo abandonó endejándole a los hijos. Nadie la vio irse, pero cuentan que regresa de vez en cuando y que viene a limpiar las tumbas de sus angelitos. El más chico se le murió de tifoidea y el grande, aunque el doctor lo niegue, se murió de tristeza. A la niña se la llevó y dicen que la vendió para comprarse un vestido, que se había vuelto puta y con enaguas nadie la quería. Pero son puras habladurías, como tantas que hay en este pueblo.

Yo sé que la Ruth tuvo sus razones para dejarlo. Fermín no era gente de su casa, basta con verle los callos que el sol le hizo en la piel. Dicen que se agarraba caminando días, no porque anduviera borracho sino porque traía unos demonios adentro y que nomás así se los sacaba. En las noches le daban los pavores y se revolcaba como culebra entre los animales del corral. Ruth salía asustada con los niños colgando de la falda y traba de calmarlo, pero no le hacía caso. Así se pasaba gruñendo hasta que amanecía: se iba al cerro y regresaba tres días después. Y la Ruth lo recibía con una muina y el cariño en un plato de frijoles, ya ni la chingas, Fermín, ya hasta te dicen el resucitado. La última vez tardó más de un mes en volver y la Ruth ya se había ido. Venía ciego y medio loco. Los chamacos estaban en casa de su padrino y no hacían más que preguntar por su mamá.
Ni el cura pudo contra los demonios de Fermín y mejor le regaló el acordeón. Dicen la música calma a las bestias, pero a Fermín todavía lo rondan de vez en cuando, lo bueno es que no las puede ver.

DR© Luza Alvarado

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