FILAS 1

Hacer fila a las 7 de la mañana, durante más de 15 minutos y sin desayunar, es un reto de tolerancia para ciertos neuróticos como yo. No son los pies hinchados y la espalda entumida. No, lo que irrita son los individuos con los que uno tiene que compartir la estrechez de la espera. Pero también es una espera que sorprende porque florecen apariciones esporádicas de solidaridad. El acto democrático de hacer fila nos demuestra que el mundo también es un lugar estrecho: el pasillo de la oficina de Luz y Fuerza, el fragmento de banqueta que los furiosos peatones nos conceden, la jardinera donde intentamos colocar aunque sea el borde de las nalgas, la línea de sombra que nos protege de la insolación y, sobre todo, la amabilidad de la gente. Es verdad, uno se pone muy paranoico, muy sensible ante las absurdas amenazas, porque alguien puede ganarnos el lugar, alguien puede decir nuestro nombre sin que lo escuchemos, y en menos de lo que cambia el "marcador de turnos" nos encontrarnos en la calle, sin trámite, sin desayunar y con el hígado macerado en frustración.

Nos guste o no, hacer fila es un padecimiento democrático. Dar mordida para pasar primero que los demás, contratar un coyote, pagarle a un compadre para que instale su tienda de campaña dos noches antes en la entrada del estadio… Hay opciones para cada presupuesto, pero a mí todavía me queda algo de pudor –ilusa de mí. Tal vez porque fui educada en una tradición guadalupana martirilocuaz, sigo pensando que hacer fila es parte del valor del trámite. Después de haber hecho una cola de más de cuatro horas, uno llega a la ventanilla, obtiene lo que necesita y se va F-E-L-I-Z, porque -generalmente- va a pasar mucho tiempo antes de tener que volver a compartir la estrechez de criterio, que también es una cualidad de los empleados de ventanilla. Uno se arma de un buen par de tenis y mucha paciencia antes de lanzarse a hacer la cola del pasaporte, que ahora ya no es tan folklórica como cuando llevábamos banquito plegable para aguantar el suplicio. Ahí es donde entra el coté sacré de hacer fila, hay que sacrificar algo.

¿Quién de nosotros no ha tenido que hacer cola? Para tramitar documentos, hacer declaraciones y quejas, ir al baño, ver una exposición en Bellas Artes, comprar jamón en el súper, entrar a un concierto, tomar el autobús… Las filas son un caldo para que todas las emociones contenidas fermenten y suelten todo tipo de gases, apestosamente reales y metafóricos: ligar, quejarse del gobierno, hablar de las multas, contarle al de adelante la anécdota de cuando hizo la fila más larga de su vida... Pero la llave de todas las conversaciones, un clásico, es el estado del tiempo, y no hay nada más irritante que escuchar a dos desconocidos hablar del frío de esta mañana, y del resto de la semana, o del tiempo que está tan loco... y además verlos encarnar la voz de las preocupaciones públicas.

Pero hacer fila puede ser un acto académico lleno de satisfacciones intelectuales, pues implica participar en el experimento de un antropólogo hipotético, yo, por ejemplo. "Nos encontramos en un laboratorio del comportamiento humano: fila para pagar la luz. Las características del grupo indican X y Y rasgos... ah! Se genera un conflicto entre una chica estudiante y un ama de casa que pretendía meterse en la fila haciendo cara de nadie me avisó que aquí era la cola. O bien, hoy identificaremos el tipo de chicas con las que el cajero del banco se muestra más sonriente, aprenderemos los matices de la frase "tirar rostro", y trataremos de establecer un patrón de comportamiento. Este divertimento, al cabo de veinte minutos, deja de serlo, y más si uno no tiene un cómplice. Por eso hay que encontrarse un desocupado que haga cola con nosotros y no en lugar nuestro, es más enriquecedor.

Continuará.

Comentarios

Un abrazote, Luza. Échele muchas ganas en todo, también en hacer filas :)