IN MEMORIAM
Llegó para mi cumpleaños. Pensé que una tortuga estaría bien para empezar a acostumbrarme a mi nueva yo con compañía. Le acondicioné un hogar provisional mientras reparaban el acuario que estaba reservado para ella. Le puse sus vitaminas en los ojitos, agua tibia dos veces al día, unas diminutas galletas de camarón y plancton enriquecidas con nutrientes. Pero no quería comer, seguramente eran el frío y la adaptación, no es fácil estar lejos de la familia. Extrañaría el trajín de los habitantes del acuario donde pasó sus primeros días. La primera semana en esta casa fue un poco dura, le tocó vivir en una ensaladera y la única evocación de naturaleza consistía una hoja de plástico y algunas piedras. Intenté ponerle varios nombres, a ver cuál le iba bien, pregunté por aquí y por allá pero las tortugas famosas tienen nombres demasiado pretensiosos. Así que se llamó Calabaza, igual que los dibujos de su piel.
La primera incursión por su nuevo hogar fue un acto temerario: en la tarde me fui a la escuela y apenas se vio sola trepó por la hoja, escaló la resbalosa pared del bol de vidrio y se dejó caer a la mesa, de ahí a la silla y luego al piso. Volví a casa y la busqué debajo de todos los muebles, incluído el refrigerador pues pensé que la calidez del motor podría haberle recordado la tierra caliente. No fue el ronroneo del refrigerador sino el de la computadora. Debajo del regulador de voltaje vi sus patitas. Estaba llena de polvo y con el caparazón seco. La acaricié y le quité las pelusas de la cara, le prometí que pronto tendría una casa adecuada para ella. Su acto derivó en una pequeña obra visual, una fotosecuencia en la que Calabaza escribe una carta a su familia diciendo que extraña el estanque y la compañía. Entonces sus padres responden enviándole una foto de la familia, muy sonrientes todos, diciendo "Hola, Calabaza. Te extrañamos mucho pero sabemos que estarás bien". Al final Calabaza llora de felicidad, y tal vez también de resignación. Por supuesto no sospechábamos que las palabras de la familia de Calabaza iban a convertirse en una afrenta para el destino.
Aquí Calabaza en una de las escenas de su peli.
Más talentosa que Rin Tin Tin, aprendió a escribir a máquina
cuando apenas tenía un mes y cuatro días.
Calabaza se convirtió en estrella muy pronto. Pero como todas las figuras que adquieren fama a temprana edad, no era feliz. Volvió a cometer el mismo escape de la primera vez, sólo que ahora fue verdaderamente un acto suicida y tardé varias horas en hallarla: después de buscar bajo los muebles me convencí de que había que meterse hasta el fondo, desacomodar bolsas, herramientas y cajas con recuerdos inútiles que guardo en el hueco debajo de la escalera. Y ahí vi su silueta en la esquina más oscura. No me atreví a tocarla, temí que estuviera muerta. Con una pala de la cocina la atraje hacia la luz. Tenía los ojos bien cerrados pero sus patitas no estaban rígidas. Dejé caer una gota sobre su cabeza y apretó los párpados. Puse agua tibia en la ensaladera y al cabo de diez minutos ya era la misma bichita hiperactiva del primer día.
Por fin traje el acuario nuevo, lo llené de agua, coloqué el fondo de piedras, la hoja de plástico y a nadar. Los primeros dos días, cuando no estaba jugando con su reflejo en el cristal, estaba pegada al calentador cilíndrico. Empezó a comer una, dos, cuatro galletitas, y así fue aumentando la ración. Se acostumbró a mis ruidos y yo a los de ella. Cuando yo fumaba, ella echaba burbujitas por la boca. Cuando yo recorría las sillas o recogía la casa, ella reacomodaba sus piedras. Yo bajaba corriendo las escaleras y ella, que estaba observando la tranquilidad de la casa desde la cima de la hoja, se apresuraba a nadar acuario adentro. Varias noches la sorprendí observándome, muy seria y atenta, mientras yo escribía. Eso sí, cada vez que yo me sentaba a leer ella prefería dormir. Nunca le gustaron los extraños. ¿Y tu tortuga?, preguntaban. Yo movía la hoja y allí estaba ella, metida en sí misma, deseando que yo no la sacara del agua y le dijera a ver, Calabaza, saluda a las visitas, ay pero qué chica tan tímida, no le hagas caso, al rato agarra confianza. Era yo una compañera orgullosa de su pequeñita. La semana pasada le medí el caparazón. Creció dos milímetros de diámetro desde que llegó. Ya era una fortachona capaz de empujar varias piedras a la vez y llegó a comer 7 galletitas diarias.
Aquí la vemos en una de sus incursiones mañaneras.
Calabaza iba resuelta a aprender a andar en bicicleta
pero desistió al ver que no alcanzaba los pedales
Pero esta semana nos portamos bastante... hormonales, sobre todo yo, tan distraída en mis tonterías, obstinada en descifrar cuál de mis vicios de carácter corresponde a qué reacción al final del ciclo menstrual. Puras especulaciones ociosas. Esta mañana, como todos los martes, viernes y sábados, Calabaza necesitaba tomar su baño de sol. A pesar de que el cielo estaba medio nublado a ella la resolana siempre le había parecido agradable. La saqué al patio en su ensaladera y le puse un poquito de agua. Me metí a trabajar. Llegó la primera nota del día: 24 ejecutados en la marquesa. De volada a redactar el encabezado, a buscar la foto y las noticias relacionadas. Sonó el teléfono, una llamada larga, después otra... y luego un choque de trenes en California. No me di cuenta a qué hora se despejó el cielo, ni cuándo se evaporó toda el agua. Cuando me acordé de Calabaza el sol despuntaba en el cenit. No hubo gota de agua ni caricias que la hicieran reaccionar. Su cuerpo, en lugar de perder 21 gramos como dicen de los cuerpos humanos, se sentía como un costalito de canicas. Sus garras estaban rígidas y alrededor de sus ojos había una costra blanca. Fue mi culpa, se deshidrató por mi culpa.
No he podido dejar de proyectarme en cada uno de los comportamientos de Calabaza. Ella era una prefiguración de mi estado actual, algo así como Casiopea para Momo (guardadas las dimensiones). Buscar escondites, no comer porque ando triste o pasando frío, jugar con mi reflejo, mover piedras cuando, en realidad, soy bien frágil, necesitada de cariños tibios. La semana pasada estaba harta de justificarme, pero ahora empiezo a sentirme ridícula. Ante la muerte de Calabaza he recibido de la gente todo tipo de comentarios. El gesto más hermoso y solidario es este relato que me regaló la hermosa Gaby, que cada día siento más cerca de mi corazón y lo correspondo con un tequiero público: te quiero, La Gabis. Sin embargo, el resto de las reacciones son desconcertantes, las hay incluso burlonas y superficiales. Seguro pensarán: qué vieja tan azotada, mecái, sólo era una pinche tortuguita comeplancton. A la mierda los insensibles. La pertinencia de la tristeza no está en proporción directa al tamaño del ser que muere sino a la fe que uno le puso a esa vida, a ese pequeño proyecto verde, acuático y silencioso que es simbólicamente muy poderoso para alguien como yo.

Tiene un mes de nacida y escasas horas de haber
llegado a su nueva casa
llegado a su nueva casa
La primera incursión por su nuevo hogar fue un acto temerario: en la tarde me fui a la escuela y apenas se vio sola trepó por la hoja, escaló la resbalosa pared del bol de vidrio y se dejó caer a la mesa, de ahí a la silla y luego al piso. Volví a casa y la busqué debajo de todos los muebles, incluído el refrigerador pues pensé que la calidez del motor podría haberle recordado la tierra caliente. No fue el ronroneo del refrigerador sino el de la computadora. Debajo del regulador de voltaje vi sus patitas. Estaba llena de polvo y con el caparazón seco. La acaricié y le quité las pelusas de la cara, le prometí que pronto tendría una casa adecuada para ella. Su acto derivó en una pequeña obra visual, una fotosecuencia en la que Calabaza escribe una carta a su familia diciendo que extraña el estanque y la compañía. Entonces sus padres responden enviándole una foto de la familia, muy sonrientes todos, diciendo "Hola, Calabaza. Te extrañamos mucho pero sabemos que estarás bien". Al final Calabaza llora de felicidad, y tal vez también de resignación. Por supuesto no sospechábamos que las palabras de la familia de Calabaza iban a convertirse en una afrenta para el destino.
Más talentosa que Rin Tin Tin, aprendió a escribir a máquina
cuando apenas tenía un mes y cuatro días.
Calabaza se convirtió en estrella muy pronto. Pero como todas las figuras que adquieren fama a temprana edad, no era feliz. Volvió a cometer el mismo escape de la primera vez, sólo que ahora fue verdaderamente un acto suicida y tardé varias horas en hallarla: después de buscar bajo los muebles me convencí de que había que meterse hasta el fondo, desacomodar bolsas, herramientas y cajas con recuerdos inútiles que guardo en el hueco debajo de la escalera. Y ahí vi su silueta en la esquina más oscura. No me atreví a tocarla, temí que estuviera muerta. Con una pala de la cocina la atraje hacia la luz. Tenía los ojos bien cerrados pero sus patitas no estaban rígidas. Dejé caer una gota sobre su cabeza y apretó los párpados. Puse agua tibia en la ensaladera y al cabo de diez minutos ya era la misma bichita hiperactiva del primer día.
Por fin traje el acuario nuevo, lo llené de agua, coloqué el fondo de piedras, la hoja de plástico y a nadar. Los primeros dos días, cuando no estaba jugando con su reflejo en el cristal, estaba pegada al calentador cilíndrico. Empezó a comer una, dos, cuatro galletitas, y así fue aumentando la ración. Se acostumbró a mis ruidos y yo a los de ella. Cuando yo fumaba, ella echaba burbujitas por la boca. Cuando yo recorría las sillas o recogía la casa, ella reacomodaba sus piedras. Yo bajaba corriendo las escaleras y ella, que estaba observando la tranquilidad de la casa desde la cima de la hoja, se apresuraba a nadar acuario adentro. Varias noches la sorprendí observándome, muy seria y atenta, mientras yo escribía. Eso sí, cada vez que yo me sentaba a leer ella prefería dormir. Nunca le gustaron los extraños. ¿Y tu tortuga?, preguntaban. Yo movía la hoja y allí estaba ella, metida en sí misma, deseando que yo no la sacara del agua y le dijera a ver, Calabaza, saluda a las visitas, ay pero qué chica tan tímida, no le hagas caso, al rato agarra confianza. Era yo una compañera orgullosa de su pequeñita. La semana pasada le medí el caparazón. Creció dos milímetros de diámetro desde que llegó. Ya era una fortachona capaz de empujar varias piedras a la vez y llegó a comer 7 galletitas diarias.
Calabaza iba resuelta a aprender a andar en bicicleta
pero desistió al ver que no alcanzaba los pedales
Pero esta semana nos portamos bastante... hormonales, sobre todo yo, tan distraída en mis tonterías, obstinada en descifrar cuál de mis vicios de carácter corresponde a qué reacción al final del ciclo menstrual. Puras especulaciones ociosas. Esta mañana, como todos los martes, viernes y sábados, Calabaza necesitaba tomar su baño de sol. A pesar de que el cielo estaba medio nublado a ella la resolana siempre le había parecido agradable. La saqué al patio en su ensaladera y le puse un poquito de agua. Me metí a trabajar. Llegó la primera nota del día: 24 ejecutados en la marquesa. De volada a redactar el encabezado, a buscar la foto y las noticias relacionadas. Sonó el teléfono, una llamada larga, después otra... y luego un choque de trenes en California. No me di cuenta a qué hora se despejó el cielo, ni cuándo se evaporó toda el agua. Cuando me acordé de Calabaza el sol despuntaba en el cenit. No hubo gota de agua ni caricias que la hicieran reaccionar. Su cuerpo, en lugar de perder 21 gramos como dicen de los cuerpos humanos, se sentía como un costalito de canicas. Sus garras estaban rígidas y alrededor de sus ojos había una costra blanca. Fue mi culpa, se deshidrató por mi culpa.
No he podido dejar de proyectarme en cada uno de los comportamientos de Calabaza. Ella era una prefiguración de mi estado actual, algo así como Casiopea para Momo (guardadas las dimensiones). Buscar escondites, no comer porque ando triste o pasando frío, jugar con mi reflejo, mover piedras cuando, en realidad, soy bien frágil, necesitada de cariños tibios. La semana pasada estaba harta de justificarme, pero ahora empiezo a sentirme ridícula. Ante la muerte de Calabaza he recibido de la gente todo tipo de comentarios. El gesto más hermoso y solidario es este relato que me regaló la hermosa Gaby, que cada día siento más cerca de mi corazón y lo correspondo con un tequiero público: te quiero, La Gabis. Sin embargo, el resto de las reacciones son desconcertantes, las hay incluso burlonas y superficiales. Seguro pensarán: qué vieja tan azotada, mecái, sólo era una pinche tortuguita comeplancton. A la mierda los insensibles. La pertinencia de la tristeza no está en proporción directa al tamaño del ser que muere sino a la fe que uno le puso a esa vida, a ese pequeño proyecto verde, acuático y silencioso que es simbólicamente muy poderoso para alguien como yo.

De hoy en adelante dormirá tibia y humeda, cobijada por la tierra en una maceta del patio. Y voy a enmendarme con el destino. Habrá nueve días de luto por Calabaza, así lo dice la tradición. Pero no voy a desistir y le haré caso a la abuela en eso de tener un compañero. La próxima vez no voy a criar una tortuga, voy a criar dos.
Comentarios
love ya
PD: CARAY QUE BONITO ESCRIBES!!!
Pero creo que e realidad, nunca las quise. Las enterré en el jardín cerca de un maguey mutante, en cajas de cerillos de La Central (pero las de 500).
Y luego crecí y me compré un pez beta que se me murió de depresión o vanidad. También tuve gupis que se comieron a sus hijitos...
ah, lo olvidaba, una lagartija verde que comía cucarachas y demás exquisiteces se escapó de su pecera... tan linda ella (la pecera) y la otra tan traidora.
Pero algo es indudable, y no recuerdo bien quién te lo dijo (porque me da flojera subir las barritas de esta ventana): escribes maravilloso.
Mi más sentido pésame.
Salud.
Fuerte abrazo.
Paz.
Ahhh... hoy fue el peor día de mi vida y fue reconfortante saber que tengo una nueva lectora... que puedo decirte... GRACIAS!!!... uno hace lo posible por escribir algo decente... siento como que me cosquillean las lagrimitas... así que mejor le paro... Gracias de nuevo, es usted bienvenida cuando guste...
Saludos...
A mi no me parece exagerado ni nada lo que se siente.
Haber escrito algo tan bonito en su memoria es suficiente, creo?