Surexposée


Me he detenido a pensar en lo que ha ocurrido con la vida privada y, sobre todo, en el devenir de mi propia intimidad. Y es que hay días en los que no sé hacia dónde van mis palabras. Quizás sólo necesito recrear un mito fundacional para darle sentido al presente y al futuro de mi espacio.

Escribo esto sentada en un reservorio, en un rincón que permanece a salvo del tránsito de la sobreexposición del yo en la que se ha convertido este lugar. Qué ironía: durante años había soñado con el día en que mi dedo señalara un punto en el mapa y yo dijera "aquí está mi casa". Y hoy, por fin, después de transformar temporalmente este sitio en el escenario de los ideales colectivos, me doy cuenta que esta es mi casa, y que no preciso de grandes construcciones o imposturas para habitarla.

Desconozco si Paul Virilio imaginó que la ciudad sobreexpuesta de la que hablaba se nos iba a meter en el alma. Vuelvo a leer sus postulados sobre arquitectura y siento que describe los andamios de nuestro interior, o por lo menos del mío.

La realidad y yo nunca nos hemos llevado bien. El mundo, eso que pasa más allá de mis linderos, me produce un dolor profundo, una desazón y una angustia muy similares al desamor. Eso fue lo que me empujó cada vez más lejos de lo tangible, y así es como vine a refugiarme en este espacio baldío hace cuatro años.

Entonces éramos pocos y así estaba bien. Cada quien hizo de su parcela virtual lo que mejor convino a sus propósitos. Yo necesitaba un espacio para sobrevivir, y lo único que se me ocurrió para conquistarlo fue sembrar palabras que a nadie le importaban. Solo a mí. Así fue como aprendí (b)logocultura, un oficio de noctámbulos y prófugos de la realidad. Acogida por el silencio de las noches sembré todo el dolor, pensando que si lo dejaba ahí dentro ya no podría hacerme daño. Lancé sobre la pantalla en blanco las cáscaras de mis pesadillas, trasplanté raíces de confusión, enterré los huesos de los amores estériles y hundí cientos de semillas de sal. Todo lo inexplicable, todo lo insoportable venía a dar aquí hasta que me quedaba tranquilamente vacía. Cuando las entrañas se quedan sin almiento, sólo queda comer esas mismas palabras antes de que se pudran. Al convertirme en (b)logóvora también aprendí la única ley del terruño virtual: en el puro acto de sembrar está la vida, los frutos serán cosechados por otros.

Los linderos de este espacio permanecieron siempre abiertos, tal como los encontré; sin invitación de por medio vino quien quiso y se fue de la misma manera. Los textos eran pequeños y frágiles, de una materia poco apta para soportar grandes fiestas y mucho menos revoluciones. Entre un ciclo y otro pasaron meses de soledad balsámica y visitantes discretos pero fieles a los frutos que crecían, orgánicamente imperfectos, más allá de mi voluntad. En las paredes y la corteza de los árboles que han brotado puede leerse mi historia, la verdadera, la de mi pensamiento solitario y confundido por la naturaleza humana.

Pero algo en mí intuía lo que iba a ocurrir cuando me pidieron que adaptara el modelo de (b)logocultura en otros terrenos. Vinieron la sequía y el abandono, no del terreno, sino de mí misma. Cuando volví, encontré que las palabras de Virilio habían tomado forma. Mi espacio estaba rodeado de edificios con muros hechos de imágenes líquidas, de rostros y voces amorfas que corrían por el contorno de mi patio. Hoy ya no puedo reprochármelo, tenía hambre, deudas, proyectos. Así tenía que ser.

Entiendo que esta sensación pasará pronto. Y aún así me siento atravesada por una retícula invisible en la que transitan cientos de estímulos extranjeros que a su paso erosionan los muros de mi intimidad. Soy un pensamiento distópico, una membrana de permeabilidad rentable. Y en esta infinita transparencia se adivina un mandato. Nunca más dejaré que crezcan elefantes blancos en mi jardín.

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