Que valga la pena

En dos días parto a Santiago de Chile. Me mudo, me voy dos años. Estoy hecha un costal de emociones que corren en todos sentidos. Miedo a lo desconocido, amor por lo deseado, incertidumbre, un enamoramiento impredecible por la vida que hoy tengo en México. Y muchas preguntas, dudas sobre mi capacidad para encontrar la pieza que me falta, y dar vida, ahora sí (cuántas veces he dicho "ahora sí"), a los fantasmas literarios que me persiguen.
Los motivos que me llevan se han ido depurando en el transcurso de los últimos diez meses, cuando retomé el sueño que había dejado en el cajón, añejándose desde 2002, quizá depurándose también. La huída, el desasosiego, la soledad, la decepción por la situación del país, el enojo por la falta de libertad... Como hojas de alcachofa se fueron cayendo y me dejaron el corazón del sueño listo, servido en un plato de peltre blanco. Un motivo solamente, puro, hermoso, terrible, contundente. Voy a escribir -entre otras cosas, sobre la poesía que no quiere ser escrita-. Voy a internarme en el laberinto de mi propia cabeza, sin distracciones. Porque lo he dicho antes y lo sostengo: amo mi ciudad, pero me asfixia, me aparta de la misión que, no sé cómo ni a cuenta de qué, adquirí hace tiempo.
Llevo bajo el brazo los borradores de dos poemarios, un embrión de novela con los capítulos hilvanados, un proyecto de tesis sobre poesía contemporánea, de la que sólo conozco la voz y su potencial, pero no he podido tocarla de cerca. A eso voy, a palpar lo que he contemplado sólo de lejos. Ni siquiera alcanzo a ver su forma, pero está ahí, en el centro de la vida, y yo he gravitado a su alrededor, como un planeta que temía mostrarse, pero ya no.
Dejo lo que un oráculo imaginario habría señalado como mi hybris (y que mañana será mi némesis): un hogar en el que respiran un hombre amoroso, un perro, una tortuga, plantas en macetas de barro, flores en los jarrones, una cocina diminuta que no descansa, una cama siempre lista para el descanso, el amor o el llanto, unas ventanas que me hablan de la vida allá afuera y del camino del sol; dejo la casa familiar, mis hermanas convertidas en madres, mis padres, en abuelos, mi habitación transformada en cuarto de visitas; dejo un proyecto recién nacido con toda la vida por delante; dejo amigos, tan verdaderos y generosos que puedo jactarme de necesitar más de diez dedos para contarlos.
Se terminó el tiempo de gracia. Tuve seis meses para aprender lo que necesitaba saber antes de partir. Que el hogar no es un punto en el mapa o un espacio, sino una persona, varias, aquellas con quien compartes la vida. En lugar de ser un motivo para no irme, hoy son la razón para volver cuando este capítulo termine.
Me voy con la ropa en dos maletas y un solo pensamiento: haré que la distancia valga la pena.

Comentarios
Sandra Aguilar