La encrucijada del aire




Atl tlachinolli, el agua y lo quemado.


Hay un silencio, una quietud muy extraña de esas que anuncian la diáspora. El silencio de estos días. Una calma inútil de pueblo perdido en el corazón de la Sierra, un hilo tenso que me traspasa reteniéndome a veinte centímetros del suelo. Sólo los pájaros pueden atravesar ese silencio sin reventarse. Pregunto quién puede vivir ahí. Entonces lo veo a él, flotando en la encrucijada del aire, desafiando a las nubes sin saberlo. Veo ese gesto suyo mirándose hacia adentro, donde vuelan el queltehue y la quimera, el salto impredecible del pensamiento. Escucho su voz que pronuncia la U de mi nombre con una gravedad hasta ayer desconocida. Y sus ojos, que a veces me dejan pasar al otro lado del mecanismo, sólo a veces, para descubrirlo niño lidiando con los demonios de un invernadero habitado por las plantas mecánicas que inventó para que le cuenten sus sueños y él los convierta en palabra. La visita es corta. Uno debe entrar en silencio sólo para observar, sin alejarse mucho de la puerta, porque adentro ocurre la magia invisible que mueve al mundo, adentro sus manos dialogan con el éter que sube desde un dibujo, adentro hay un equilibrio precario, y basta una chispa minúscula para inflamar el aire de ese planeta que contiene los secretos de la contradicción. La visita es corta y pausada para los locos de mi especie, porque nuestro juego casi siempre termina en fuego. Una mirada breve y sería todo. Afuera es el septiembre de la escritura tensa sobre un hilo que al frotarlo resuena en mis adentros con el aura del agua y lo quemado. Con el zumbido de un signo en dispersión.

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