El bosque por dentro

A Rodrigo Figueroa, por ayudarme a salir del desierto. 


Hace un año regresé a la Ciudad de México después de trabajar catorce meses en la Riviera Maya. La explotación y la ausencia de tejido social y cultural que se vive en esa región es pavorosa. Al menos para mí, la experiencia de ese mar y esa selva no fueron un paraíso, sino un desierto. El desierto verde. Por eso, al volver a mi ciudad me di una transfusión urgente de abrazos, amig@s, familia, arte, música, libros, vida peatonal, mercados, museos, parques... Todo lo que fuera necesario para revivir a mi plantita interior.

En esos días se estaba celebrando Diverso, un encuentro internacional de poesía, en varios recintos de la ciudad, así que me programé para asistir a la mayor cantidad de lecturas en esos tres días. Cada poema era un masaje cardiopulmonar. Y ahí sentí que volví a respirar. Entonces le prometí a mi alma de pájaro una cosa: el año que viene vamos a estar ahí. Fue una promesa tan genuina y tan íntima que el universo se conmovió. Mientras yo hacía lo que podía con lo que tenía, el cosmos acomodaba las piezas. Fue así como encontré a dos personas que creyeron en mí: Ricardo Sánchez Riancho, editor de Textofilia, y Alberto Aguilar, un cómplice a prueba de balas. Gracias a Ricardo, mi libro se publicó en mayo. Gracias a la confianza de Alberto, en pocos días voy a leer en Diverso, cuyos organizadores también se han arriesgado conmigo.

Más que invitarlos a la lectura (sé que es complicado que vayan, aunque estaría bueno verlos ahí, voy a leer cosas nuevas al lado de autoras muy talentosas), lo que más quería poner en estos pixeles es lo que me ha pasado, esta felicidad de lluvia uniéndose al cauce de un río, este gozo de semilla que viaja en el lomo de un animal migratorio.

Hace un año sentí que me moría de aislamiento en el desierto verde y ahora siento que me crece un bosque por dentro: el espacio de mi propia naturaleza, desconocida y claroscura, pero mía. Y entre más avanzo hacia ese lugar, más pierdo la noción de la edad y más ligera me siento, me vuelvo movimiento, me hago viaje.

Esto me hace sentir tan feliz y tan torpe a la vez... Veo cómo se me van cayendo las estructuras y ya no sé si preocuparme, si regresarme a recogerlas y sacudirles la tierra o mejor dejarlas ahí para que la naturaleza las transforme en esculturas oxidadas. Veo cómo me caigo yo también y a veces me quedo tirada porque pasan cosas, como el horizonte que se hace vértice, aunque si uno se para muy rápido, se hace vértigo. Todo lo agradezco. Y lo abrazo. Y lo recibo sin reservas porque vuelvo a aprender cómo habitar el mundo, pero de otra manera, desde acá adentro. Y eso se siente como tener una tierra largamente añorada.

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